Motel Los Álamos
MOTEL LOS ÁLAMOS
Ney Antonio Salinas
Desde la ventana,
el hombre hecho sombra podía asomarse al mundo; –un puente inevitable que
conducía al infinito– sus sentidos eran todos antena para los pulsos de la
noche: un perfume arcano, una cancioncilla obstinada, distante como una voz que
se apaga. Una secuencia inexacta de luces señalaba la trayectoria serpenteante
del Periférico Sur, y de igual manera le parecía que ésta conducía directo al
infinito, aunque luego el sentido común parecía volver de cuando en cuando para
confirmarle que la carretera bajo la línea semicircular de luces sobre el
boulevard llevaba a San Fernando si se seguía de frente, o a San Cristóbal de
Las Casas si se viraba a la derecha, o bien a Coita si se enfilaba hacia la
izquierda. Y el gigante ciclópeo que iluminaba la ciudad con su ojo penetrante
y absoluto era la antigua cárcel que un día se llamó “Cerro Hueco”. Una certeza
total que adquiría cada noche al ver esa luz, una certeza que lo invadía en su
calidad de inquilino pretérito de sus muros y estancias y soledades. Fuma y
recuerda sus días de lucha en los ochenta; el precio del maíz había caído
estrepitosamente por el incremento de importaciones; días de lucha, de combate,
de caminar las calles y poblados más miserables y encontrar en cada rostro
maltrecho, en cada esquina, en cada cuerpo desnutrido y ajado, en cada casa un
espejo que le devolvía esa dosis de rabia y locura con que sus noches y días eran
sometidos y destinados a las marchas y manifestaciones de los campesinos de las
regiones Centro y la Fraylesca del Estado de Chiapas. A caminar las montañas y
veredas de una geografía lastimada y olvidada, desde temprano, hasta la noche
total en que la vida fue pasando sin que él se apercibiera y sus soledades
fueran demasiado concurridas, sin apercibirse de que ella, Aurora, un día dejó
de tejer en su entrañable Ítaca; dejó de esperar.
Luego el cigarro consumido recorre una
vertical imposible, breve animal herido y humeante, desde su mano temblorosa
hasta allá, algunos pisos abajo en la boca de la oscuridad, abierta e
insondable. El viento posee una canción que proviene de algún lado; a veces le
parece un blues de B. B. King o un soul o un jazz –Blue moon, en la
versión de Diane Shaw: entonces, observa en la televisión encendida a volumen
cero el rostro de un escultor, y recuerda un reportaje de hacía ya un tiempo en
el que ese mismo escultor llegaba al municipio de Arriaga en la costa de
Chiapas a realizar una obra para el ayuntamiento. La escultura proyectada –¿una
sirena, una caracola, una flauta en forma de didgeridoo?– tenía la peculiaridad de contar con varios hoyos
diminutos, constelaciones, mandalas, colocados quirúrgicamente en diferentes
partes de la forma, para que al paso del viento produjera música como si se
tratara de una flauta o un instrumento de viento tocado directamente por los
labios de Ehécatl. –Así, explicaba el artista: intento conseguir un efecto que
ciertos pobladores de las zonas rurales de China logran en los bosques de
bambú, al hacerles hoyuelos en los tallos, de manera que cuando pasa el viento
entre ellos se produce música y al concepto los campesinos lo llaman El bosque que canta. Arriaga es un buen
punto geográfico para ponerle un micrófono al viento y podamos escuchar su voz,
su música, su misterio, su dolor, su poesía…– Otras veces, de entre los acordes
de la melodía omnipresente surgen notas de acordeón, luego, algunas de trompeta
o armónica; y la noche parece llorar.
La solapa del saco sujeta las huellas de
un labial; el rastro de unos labios en lucha contra el color y el impasse del tiempo. La corbata ha cedido
porque su tacto llegó a ser opresión ejercida al cuello, liberándolo así para
que ejerciera su función biológica. El trémulo sonido del aire acondicionado en
funcionamiento no es suficiente para devolverlo al mundo, desde la imagen fija
de ella esta mañana en que la descubrió entre las personas alrededor de la mesa
circular de un café, en San Cristóbal de Las Casas. Luego el saludo, el beso de
fuego clandestino que le dio en uno de los pasillos junto al baño; la cita en
Motel Los Álamos. En la oscuridad enmarcada por la ventana rectangular los ojos
infinitos de ella están fijos. El viento frío en las alturas asciende desde la
ciudad incandescente trayendo su caudal de aromas, gritos, ayes, palabras y
voces venidas hasta las lindes de la oscuridad. El lustre de los zapatos le
devuelve la imagen deforme de un rostro borroso; tarda en comprender que es el
suyo.
El rostro se replica –enfermizo y
lejano– en el vaso rebosante de JACK DANIEL’S. Las manos temblorosas buscan
dentro del saco la cajetilla de cigarros Raleigh. El fuego que debe provenir
del encendedor en forma de medialuna –suvenir que compró en alguna calle de
Calcuta hace más de un año, en su viaje de visita diplomática como diputado
federal al gobierno hindú– tarda en emerger. La llama titubea, oscila. Consulta
la hora en su Rólex. El hombre golpea la pared con un puño convulso y en el
gesto hay más tristeza que ira, más dolor que rabia. Ella no vendrá, vocifera
una y otra vez; al tiempo que jalonea sus cabellos. No vendrá. No florecerá. En
un movimiento imprevisto el viento crece desde la oscuridad hasta ser un
gigante instantáneo, un eco invencible perdido en la noche que colma toda la
habitación con su grandeza y su tragedia de mil años: ahora agita las lámparas
colgantes, extiende a su antojo las cortinas, hace rodar el florero del buró con
todo y su contenido vegetal. En el buró persiste la sólida imagen de la Smith
& Wesson 0.38 Special con cacha de oro. El viento trae consigo un frío que
hace estremecer el endeble cuerpo del hombre en la habitación. Una habitación
que se extiende en la larga noche del invierno hasta el laberinto donde se han
quedado los ideales y el pasado.
Sobre la cama hay un maletín de fino
cuero abierto de par en par, tiene incrustadas en letras doradas iníciales o
signos o caligrafías arabescas de una firma: PO. Dentro está apilada en
perfecto orden una columna de hojas impresas con un texto sin delimitaciones ni
estrofas posibles. Todo parece ser un enunciado infinito. Un cúmulo de letras y
tinta; la historia de un hombre condenado. La carta de auxilio que jamás cabrá
dentro de una botella vacía para beneplácito del náufrago penitente. El viento
se ha colado y arrebata del maletín –que semeja la cabeza de un monstruo mítico
emergiendo de la blancura de las sábanas y alarga su lengua de papel hacia la
noche– la pila de hojas en una sucesión de aleteos y vuelos.
El hombre ve ante sí un desfile perpetuo que se
corresponde con algún sueño. Lo recuerda vívidamente de su paso por el mundo
brumoso que habita tras el telón de sus párpados cerrados: una playa infinita
que divide al mundo y al sueño en dos hemisferios; de un lado el mar picado por
un viento indómito y del otro una playa que al extenderse hacia el horizonte se
torna un desierto, una mancha infinita de arena blanquísima, una línea a donde
golpea la fuerza de la memoria ida. Sus ojos acuosos parecen reflejar el
instante perdido o el cielo pleno de un azul marino intenso como el color que
usa para pintar los vestidos de Aurora en los lienzos que le ha dedicado a ella
todos estos años de conflagración nacional. La playa: si, esas hojas son
gaviotas que remontan el vuelo hacia el centro del recuerdo. Ella no vendrá.
Eso dice la voz escondida en los pliegues del viento, en la soledad que ahora
le circunda, la lejanía que duele y todos los segundos se van haciendo horas
que caen copiosamente sobre él como gotas de lava; si, hay un grito previo al
llanto que cabe en un segundo cargado de siglos.
La cama, en perfecto orden, representa un dolor y una
añoranza que crece a cada latido, un campo de batalla abandonado, ajeno a las
victorias y tan constante en la derrota de la razón ante los sentidos. Intenta
verse reflejado en el espejo que tiene enfrente, pero tan sólo atina a
vislumbrar una sombra, una palabra, una playa, una pila de libros, un rayo que
asciende por el horizonte, una pira incendiaria que se eleva como antorcha
romana, una estatua que se desmorona en la noche de mil años o la promesa
olvidada de esta noche en los labios de una mujer hermosa hasta la locura,
hermosa a más no poder. Coge el maletín ya vacío y lo lanza por la ventana. Se
detiene en el color azul marino de la alfombra; de pronto teme hundirse –con
toda su poca fe– en el mar que el color a sus pies le indica. Ella no vendrá;
la certeza que ha conquistado es inherente al viento, con ese susurro que parece
decir un nombre: Aurora Brockmeyer.
El hombre se recuesta en la cama, se enjuga el sudor de la frente con la manga
del saco. Toma del buró la pistola, comprueba su perfección industrial, su
ingeniería; y la limpia en la solapa agregándole más brillo. Allá abajo, frente
a las letras invertidas de neón que develan el nombre del lugar la noche lo es
todo, el mundo cargado de voces distantes y descubre entonces que la memoria
pesa y el silencio es una losa –de un segundo a otro– rota por el rugido de un
disparo. El hombre sobre la cama empieza rápidamente a desangrarse, su cabeza
está pulverizada, de pronto una tranquilidad infinita invade su cuerpo, la
noche parece haberse detenido en su reloj, en su carne, en su mirada
ensombrecida y ausente, en su cuerpo enjuto y flaco, apocado, en la tinta que
circunda el mundo de papel sobre el piso; sólo hay rastros de su memoria
esparcidos en la blancura de las sábanas y de las hojas donde ha plasmado el
itinerario de una noche interminable. Sin embargo, muy lento va desapareciendo
hasta no quedar ni rastro de él ni de las hojas de su novela inconclusa
dispersas por toda la habitación momentos antes, ni de la sangre, ni de la
memoria, ni de su paso fugaz por el reino del viento que viene del sur, del
doloroso sur. Entonces, desde la soledad de la habitación se hizo el olvido… en
el espejo la ventana abierta reflejaba la noche y un hombre con la luna por
rostro, como si fuera una deformación dolorosa de algún cuadro de René
Magritte.
NOTA: Éste texto forma parte del volumen de cuentos "El retorno y otras nocturnidades" de Ney Antonio Salinas. Libro distribuido por Porrúa en el año 2013 y que ha tenido al momento seis ediciones. Prologado por Maura Fazi Pastorino, escritora, actriz del cine nacional, guionista, tallerista, pintora.

Muy bien. Felicidades.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras y tu lectura.
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