El jazz del fin del mundo

El jazz del fin del mundo

Por Ney Antonio Salinas

 

En el transcurso de la madrugada, mientras llovía, Leo fumaba su segundo cigarro frente a la ventana observando el cruce de calles tres pisos abajo, con las luces apagadas; pensando, cavilando sobre los últimos acontecimientos en su vida. En las bocinas de su laptop sonaba “Take five” de Paul Desmond, interpretada por The Dave Brubeck Quartet. Hacían ya dos semanas que su contrato como jardinero en las oficinas del ayuntamiento había terminado y aún no tenía prospectos de chamba, y las reservas no iban muy bien. Todo racionado, como en la guerra, como en la crisis. Una lata de atún y totopos al día, agua y un refresco. A veces daba para dos o tres cigarros que valían oro en las altas horas de la madrugada. Un café rancio, de seguro soluble, barato. La idea era estirar lo más posible los víveres, en lo que cae algo, en lo que nada cae, en lo que termina la esperanza de desaparecer.

            No es que haya permanecido de brazos cruzados; ya para entonces sus hombros y columna vertebral habían resentido el peso de los bultos y cajas de abarrotes, porque se había hecho cargador. Alguna vez, en algún connato de tormenta los rayos habían tronado la luz eléctrica y él la arregló; así se había ganado la buena voluntad del casero. Y le había dado alguna otra chamba; fontanería, pintura, electricidad. El mismo casero lo había recomendado con el amigo dueño de tiendas grandes de abarrotes, para que se pusiera a chingarle como cargador. La paga nunca faltaba, pero era paga hormiga, magros ingresos y mucho esfuerzo.

            La última chamba que intentó era el puesto de encargado del almacén de una farmacia. Que era una forma elegante de nombrar al puesto de velador, pero que también tendría que hacer inventario, barrendero, portero y recepcionista. Toda una chinga. Pero no hubo fijón de su parte, dijo va, le entro. Pero su error fue mencionar que era ingeniero agrónomo, su currículum decía que se había graduado con honores y había cursado una especialidad en alguna universidad de Canadá y una más en la Complutense de Madrid. Entonces el reclutador se le queda viendo inquisitivo, con los lentes deslizándose a medio camino entre los ojos y los amplios hoyos de la nariz; usted está sobre calificado para el puesto joven. Debería intentar en alguna empresa o en el gobierno, esos cabrones no sirven pa nada y sacan lana a lo cabrón, usted con este currículo deja en ridículo a más de cien de esos parásitos–.

            Quiso decirle que ya había estado pidiendo chamba en esos lares, casi suplicando, pidiendo un espacio de mil maneras, hasta de mensajero y nada; diciéndoles que tenía buenas ideas para echar a andar, pero todo mundo se burló de él en su cara. Siempre fue la misma historia, el hijo de, el sobrino de, el amigo de, el recomendado de, el promotor del voto en la campaña de… allí no habría nada para él. Y en las empresas, el encargado de la planta, la fábrica o de las finanzas, no podría calcular una sola regla de tres; pero que su mérito para ostentar el puesto, era ser familiar del mero-mero. El ingeniero, a chingarle como macuache, un jornalero más, a medio ganar para renta y transporte. La vida entonces sería un lujo. Pero optó por quedarse callado y salir con la carpeta de sus papeles bajo el brazo, resignado y achicopalado.

            El stress del desempleo y el hambre (que no terminaba de irse nunca) lo mantenían en vela y en vilo. Entonces el insomnio no podría irse así nomás. El jazz era el sonido preciado para sobrevivir a las noches, el alimento que no empalaga y mantiene la lucidez del sobreviviente. Cualquier sonido en la noche puede alterar esa contemplación. Intentando estar de pie ante la ventana, fumando y escuchando a Coltrane o a Marsalis, pidiendo a quien hubiera que pedir que la noche no terminara nunca, que el día no llegara nunca más y con él el hambre, la urgencia de salir a combatir las fuerzas del viento o del fuego o de las olas en marea alta; ésa era la épica quijotesca de sus noches. Pero hubo una noche, la noche que tenía marcada con una gran X en el calendario de su memoria huidiza. Una noche de verano lluviosa; la ciudad atascada de lluvia, el tráfico a morir. Arrastró coches y motos, los espectaculares caídos; y para él fue un espectáculo hermosamente líquido. Repasó su colección de miedos infantiles, cuando en aquellos lejanos ayeres, en los páramos apenas advertidos por su memoria recordaba esas mismas tormentas y corría a la cama de sus padres, llevando a su hermano pequeño, para resguardarse de ese monstruo infinito que bufaba y aleteaba encima del tejado. La noche transcurrió, la lluvia caía pertinaz y fresca ya por la madrugada. El sonido del agua cayendo y algún trueno de fondo se le antojó un jazz infinito, la banda sonora de su vida. Las calles desiertas de toda forma humana en esa madrugada, el agua seguía corriendo y la llovizna no cesaba. Entonces esa X en su calendario correspondía a lo que vio en la mera esquina de las calles Liquidámbar y Floresta. Una chica; ella esperaba el colectivo. Sostenía por inercia su paraguas, se veía que jamás quiso abandonar el calor de su lecho; pero así era la cosa. Tras el umbral de su ventana él fumaba y escuchaba “Cantaloupe island” de Herbie Hancock. De alguna manera los acordes del piano llegaban a ella porque buscaba en todos lados el origen de aquella delicia sonora.

            Y así fue por poco más de dos meses, ella aparecía puntual a las 04:30 AM para abordar el colectivo de la ruta 82. Y él la veía atento y curioso; ella, rostro lunado y atravesado bellamente de sombras. Alguna vez lo venció el sueño, pero siempre despertaba puntual para verla llegar, esperar, y luego abordar el colectivo. No había variación en su vestimenta, pantalón de mezclilla azul o negro, una blusa blanca o beige de mangas largas, cabello suelto algunas veces, recogido en otras, tenis blancos o rojos. El tiempo de lluvias pasó, las inundaciones fueron a menos y el cruce de calles era transitable por las noches. Olor de fritangas y tacos, de llantas quemadas. Sólo en la madrugada el viento disipaba todo eso. Y la aparición de ella, como pajarillo espantado en esa esquina, le hacía pensar en su propia soledad, en su propia indefensión. Y que jamás podría expresarle de alguna manera el hecho de que sus vidas se parecían mucho, porque el miedo de ella era su miedo, esa oscuridad y ese frío con el que el mundo la recibía cada madrugada para salir a enfrentar a todo tipo de minotauros y perros de siete cabezas, también eran suyos. La soledad que hermana a los desconocidos no puede ser mala, también el silencio contenido en las palabras es muy necesario. Durante el día, en el trabajo, cargando o descargando camiones pensaba en ella, como una señal de la noche, un presagio, un misterioso habitante de su sueño o alguna forma que empezaba a tomar su locura derivada del insomnio crónico.

            Sin dejar de fumar, sin dejar de recordar, ahora escucha “So what” de Miles Davis. Y el mundo parece más llevadero. Sabe que el cigarro es uno de los pocos placeres que le quedan, de los pocos a los que el mundo lo ha condenado. Esa tranquilidad de las noches, ese mundo pleno de jazz y de tabaco es su versión más cercana al paraíso. El silencio es un tesoro ya escaso, llenarlo de jazz es la doble riqueza de sus días. Así, desde que se levanta después de sus dos horas de sueño hasta que sus párpados clausuran el mundo para continuarlo en esa nada que se asemeja mucho a la muerte. Y aparece ella, la recuerda muy bien. Y sabe que jamás, por ninguna circunstancia podría bajar, saludarla, hablarle, decirle que la ha observado por más de dos meses llegar a esa esquina a esperar el transporte público; que la comprende, que ella tiene mucho de él y él de ella, que la vida ha sido reducida a espejos que sólo funcionan de noche; especula que ella quizá estudia o trabaja, y que por ese rumbo fue el único donde pudo hallar un cuartucho que le rentaran por una cantidad que le permitiera medio comer, medio respirar. ¿Qué ganaría, qué perdería? El mundo es un lugar peligroso para la vida y para el amor.

            La melodía termina y hay un silencio en el que la ve aproximarse a esa esquina donde confluyen el fin del mundo y el comienzo de su tristeza irremediable. De pronto ella adivina que alguien la observa desde esa ventana oscura del tercer piso, y sube la mirada como tratando de cerciorarse. En ese preciso instante inicia “Almost blue” de Chet Baker. Y él lo ignora todo, el peso de la noche, el ala suelta de la soledad, la trompeta que rompe la noche y la desgarra; pero entonces Leo descubre que está llorando; la noche salobre y marina se derrama por sus mejillas. Sabe que jamás podría descender las escaleras, cruzar la calle y fingir esperar ese colectivo, decir un hola quizá, un buenos días.

            La calle es una línea débilmente iluminada que atraviesa toda soledad, toda ciudad apenas soñada en los confines de la lucidez. Ella saca un cigarro, lo enciende y se dispone a fumar. La madrugada nunca será suficiente para tanta delicia. Para tanta sombra. Ella observa fijamente a la ventana donde una lobreguez la observa y fuma también, y va de un lado a otro de la ventana como hiena herida. Él se impacienta y va de un lado a otro porque no sabe cómo advertirle de tres sombras que se acercan corriendo hacia ella. Quizá sólo es su predisposición a la sobrevivencia; pero sabe que no se equivoca cuando empiezan a jalotearla y tratar de llevarla calle arriba, hacia los baldíos tras una bodega abandonada. Les grita que la dejen. Ella voltea hacia la voz que quiebra la noche y reclama su salvación. –¡Déjenla cabrones hijos de su pinche madre!– Ella ahora está segura que alguien la observaba, y que lo hacía desde hacía tiempo, en silencio, porque en medio del peligro supo que no estaría sola cuando volvió a ver a la ventana y nadie estaba ahí. Y ella gritaba, y los tipos empeñados en llevarla al corazón de la noche.

            Leo apareció en la calle, sin camisa, (brillaba su tatuaje azul en la espalda: una trompeta junto a un cuaderno de viaje y una pluma fuente) vistiendo pantalones deshilachados, con su cabeza rapada refulgente y su barba picuda terminada en candado y su machete en la mano; todo esto le daba un aspecto muy salvaje. Nada indicaba su infinito amor por el jazz y el silencio. Sus botas mineras resonaban en la larga noche de verano de Tuxtla Gutiérrez, la ciudad incandescente. Paso ligero pero seguro, luego corriendo. Los tipos le habían arrancado la bolsa de mano, su blusa estaba rasgada y hecha girones. Uno de ellos la amagaba con una pistola en la sien. Ella tirada en el suelo lodoso de la ciudad con las costillas doloridas y las piernas por las patadas propinadas. Leo corría hacia ellos; le apuntaban, pero la pistola no disparaba (era mejor morir así que vivir así); al principio creyeron que no bajaría a defender a la chica, pero al verlo decidido y armado emprendieron la huida, porque algunos vecinos y mirones empezaban ya a asomarse al callejón. Calle arriba, sus pasos chasqueaban en los hoyos llenos de agua sucia y maloliente, anegada en el pavimento de mil años de la ciudad. Leo alcanzó a darle un golpe de lleno con la hoja del machete al más próximo, el que traía la pistola, tirándolo al piso e hiriéndolo en un brazo. Alguna vena cortó porque la sangre cubría el pecho, la espalda y los pantalones del infortunado. A un segundo le sorrajó la cabeza con una piedra y cayó inconsciente mientras huía. El tercero se había perdido en la noche. De nada les sirvieron sus navajas. Volvió con ella y la ayudó a incorporarse. Verificó la pistola enlodada. No traía balas, sólo la usaban para amedrentar pensó.

            Atravesaron la calle como dos ancianos que van directo al asilo, o el herido que desea ya terminar su suplicio y se dirige lento pero seguro al cadalso. La sentó en la banqueta de su edificio. Algunos curiosos más se asomaron a sus puertas y ventanas. Le preguntó si estaba bien, le dio seguridad al decirle que estaría bien allí. Volvió al baldío por el bolso de ella y su machete. Sabía que renunciar a su arma era lo más pendejo que pudo haber hecho, pero tenía la plena certeza de que renunciar a la seguridad de la dama sería aún algo más pendejo. El tipo lastimado se había alejado y gritaba insultos, llorando de coraje o de dolor, no se sabía bien a bien. El que había quedado inconsciente en el piso, se había incorporado y renqueaba calle arriba para encontrarse con el herido. Parecían borrachos, ahora fierecillas domadas.

            Volvió con la chica. A pesar del número de curiosos que habían salido a la calle nadie se había acercado a ella para preguntarle cómo estaba o si necesitaba algo. Entonces la miró fijamente y por primera vez a los ojos. Y supo que en ese rostro lunado había belleza y sensibilidad. Adivinaba en su mirada de cervatillo extraviado la condición de sobreviviente. Y la invitó a subir para que se repusiera. Si quería llamar a la policía o al servicio médico pudiera hacerlo de mejor manera. Que ponía su celular a su disposición, porque el suyo de seguro se lo habían peinado. Ella dijo; –sí, vamos. Te agradezco mucho. Y por favor nada de médicos ni policía; uno de esos hijos de puta es hijo de un ‘perjudicial’, otro es un junior pedante y otro más un drogadicto de la cuadra donde vivo. No quiero más problemas–

            Subir las escaleras fue un suplicio. El casero jamás aceptaría que metiera a una mujer golpeada que pudiera traer problemas a su casa. Pero Leo subía ayudando a la chava sin pensar en pequeñeces de ese tipo. Sosteniendo su bolsa y tomándola de la mano. Al entrar al departamento, Leo sudaba a mares. Ella temblaba como si se muriera de frío, pero él sabía que el miedo la estaba carcomiendo por dentro. En las bocinas de la laptop sonaba “In a sentimental mood” de Duke Ellington y John Coltrane. Ella respiró más tranquila. Él hizo a un lado libros, ceniceros repletos de colillas, una botella de Lambrusco vacía; y el sofá apareció. Le sacó del closet una de sus playeras y un pants para que se cambiara. Le quitó los tenis para darles un trapazo y dejarlos limpios. Le ofreció el baño, y ella se dio un regaderazo. Él preparó café mientras tanto. Ella insistió en irse. Él dijo que esperaran a que amaneciera, que llamara al trabajo para decirles que llegaría tarde. O que mejor se tomara el día. Él dijo su nombre. Ella dijo llamarse Dafne.

            Cuando ella despertó pasaban de las once de la mañana. No supo en qué momento la venció el sueño. El café servido estaba intacto y frío. Él fumaba viendo por la ventana. En los audífonos puestos le sonaba “Nightfall” de Benny Carter. –Hola, dijo ella, discúlpame, me quedé dormida– No hay nada más hermoso que contemplar a una mujer dormida, es como estar ante un cuadro de Modigliani, así de hermoso, quiso responder, pero optó por una sonrisilla amable y el silencio que todo lo puede. Ella no sabe qué más decir. Él cambió el café frío por uno caliente, lo sirvió ante ella. Entonces ella lo tomó en silencio. Despacio, sin dejar de ver los pósters y libros que habían por doquier, mientras Leo cocinaba para ella un desayuno que olía delicioso sin dejar nunca de fumar: huevos motuleños, frijoles fritos y plátanos caramelizados. Su despensa de la semana. –No te fijes en el sofá, todo mi sueldo se va en libros y cigarros– Ella desayunó en silencio, tomó más café y se fue. Le dijo, –gracias por todo, voy a reponerme de esto y te devuelvo tu ropa y tus zapatos y también cocinaré para ti un buen día–; entonces se dirigió a la puerta y desapareció. Aún escuchaba sus pasos escaleras abajo, cuando en sus audífonos empezó a sonar “Petite Fleur” de Sidney Bechet.

            La madrugada sigue su camino hacía el día irremediable. Él sigue fumando y atesora todo el silencio que quedó. Ahora pasa de forma acelerada una pieza tras otra en la lista de reproducción de su celular. Descubre que la batería se ha agotado. Cae rendido de cansancio y de sueño. Su reloj interior está confundido. A más de un año del incidente con Dafne, sigue la misma rutina, trabajo duro de día, por las noches escribe una novela infinita, su prosa selvática y de marejada no cesa jamás y llena violentamente la memoria de su laptop. Luego, por la madrugada está ahí puntual, 04:30 AM ante su ventana fumando y en silencio, esperando. Pero ella jamás volvió.

            Tirado en su cama observa las fisuras del cemento en el techo. Las conoce de memoria. Alguien llama a la puerta. El mar ha llegado hasta su ventana, su brisa salobre resbala por sus mejillas casi a la misma hora. No puede levantarse; es el peso del silencio, de la noche, de la soledad. No se ha olvidado de su cita para asistir al fin del mundo en ese cruce de las calles Liquidámbar y Floresta. Ahora llaman más fuerte a la puerta. Bien podría ser el diablo o el pinche casero que hoy le toca renta y no perdona un solo día el muy cabrón.


NOTA: "El jazz del fin del mundo", fue incluido en la I Antología de Narrativa Chiapaneca La Voz en-Tinta, 2018.




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