Un día de eclipse
Un día de eclipse
Bitácora del navegante: 11 de Julio de 1991.
Ney Antonio Salinas
Pienso en ese día
y viene a mi mente un juego de sombras, un claroscuro que envuelve al mundo y
me veo ahí parado con la emoción acumulada y desbordada de mis once años en el
patio del Museo Nacional de Antropología e Historia en la Ciudad de México,
ante el gran monolito de Tláloc. Alguien me había dado un filtro de luz para
los ojos (había una comisión especial del gobierno para ese día) y poder
observar sin riesgos lo que en el cielo acontecería minutos después. Pero mis
ojos estaban extasiados ante las formas y la sagrada antigüedad de la piedra;
mi corazón a mil por hora. Ésta es mi raíz y mi querencia, pensaba. Lo que soy.
Lo sigo pensando. (¿Seré yo esa piedra?, se pregunta el poeta Oliverio Girondo).
Las historias de mi padre y de mis abuelos cuando me contaban sobre “los
antiguos” ahora podía verlas, ahí hechas de piedra y tiempo. Y el eclipse solar
del 11 de Julio de ese año sobre mi cabeza me hacía pensar que estaba en un
viaje en el tiempo, hacia el pasado, hacia lo desconocido, hacia lo sagrado. La
luz es el tiempo de los dioses. La piedra es la palabra de los dioses.
El viaje tiene un alto significado
en nuestras vidas. Justo como estaba ocurriendo en esos precisos momentos de mi
vida. Era la primera vez que viajaba en avión, era la primera vez que estaría
mucho tiempo lejos de mis padres y hermanos, era mi primera vez fuera de
Chiapas, era la primera vez que iba al Museo Nacional y que desde hacía mucho
tiempo soñaba con recorrer, era la primera vez que estaba de visita en la Ciudad
Infinita. Es decir, había allí un hambre de conocimiento, una voracidad por
saberlo todo, por verlo todo. Se trataba de una delegación de niños destacados
en su aprovechamiento académico que había acudido de todos los estados de la
república a la Convivencia Cultural 91. Muchas de las actividades agendadas
para esos quince días nos marcarían de por vida en nuestra senda futura, en
nuestro perfil en formación, pero sobretodo en esa hambre de conocimiento que
le siguió, y que perfiló el quehacer profesional de cada uno de aquél inolvidable
grupo que representamos a Chiapas, a la niñez de México. La nostalgia es la
memoria de los hombres. La memoria es la palabra de los hombres.
Escribo desde el recuerdo, desde el
claroscuro del eclipse solar, desde el cuaderno de notas, desde la pluma
entintada de palabras. Y los rostros y los nombres que no se irán jamás. Era el
despertar de los años ante la Historia, ante la vida, ante el conocimiento, esa
conciencia plena en la que nos vemos en nuestra completa e infinita pequeñez en
el universo. La edad de la inocencia toma forma de ideal y de sueño. Veo hacia
esos años y veo a un grupo de niños a punto de entrar en la adolescencia con
los sueños desbordados y la alegría que más nos vale no olvidar jamás en la
vida (a todos); veo ilusión, amor genuino por el conocimiento, una fe
inquebrantable por un mejor futuro para nuestro país y el mundo, una claridad
de ideas, una profunda conciencia social con la que acudimos a saludar al
presidente de la república en turno. Olvidar es la muerte. El olvido jamás debe
ser opción ante los ojos de la Historia.
También me llena una profunda
tristeza cuando recuerdo ese día, porque justo a esas horas, mientras el sol
decía la palabra de los dioses en el cénit, la poeta salvadoreña Leyla Quintana
era abatida en algún lugar de su país, en su lucha por un país mejor, por un mundo
mejor y para todos. Ser capaz de un sacrificio de esa magnitud dice mucho. Una conciencia
que sólo los libros y la Historia nos conceden. Una luz que no debe apagarse,
contra vientos y maremotos. En ese momento no lo supe, no había forma. Lo supe
años después, cuando tuve mis primeros encuentros con la poesía y escribía dos
o tres cuadernos a la semana con embriones de poemas y vigilias, pesadillas y
sueños sin remedio posible. La palabra no cesa jamás.
Cada sala en el museo honra a una
cultura, una edad, un tiempo; y en cada sala de mi memoria se honra a cada
rostro que jamás he de olvidar, cada palabra inscrita en la piedra, el rostro
de Huitzilopochtli en el cénit, la edad de la inocencia en la que nació mi amor
por la palabra escrita.
El rostro de mi padre al recibirme
en el aeropuerto.
El rostro de mi madre al llegar a
casa con mi mochila cargada de ideas, ilusiones, piedras de obsidiana talladas
y fuerzas indómitas que me sostenían ante el vendaval.
Un día de eclipse, un antes y un
después.
La memoria dispone de interminables
campos desolados.
Y todo el género humano que es como
un eclipse, luz y oscuridad; como las plantas, su parte superior siempre apunta hacia arriba,
hacia la luz, hacia lo superior, mientras su raíz lo sostiene hacia abajo,
hacia las oscuridades que lo nutren.
Sí, rostros e inocencias que no he
de olvidar jamás.



Tienes razón Net, las palabras no cesan jamás, y los recuerdos se hacen más vividos cuando damos paso a la emoción, antes de la razón.
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